Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento el coronel Aureliano Buendía había de recordar a aquella tarde
remota en que su padre lo llevo a conocer el hielo Macondo era entonces una
aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de
aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y
enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas
parecían de nombre, y para mencionarlas habían de señalarlas con el dedo todos
los años, por el mes de Marzo una familia de gitanos desarrapados plantaba su
planta cerca de la aldea, y con un gran alboroto de pitos y timbales daban a
conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento de
barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una
trupulenta de demostración pública de lo que el mismo llamaba la octava
maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa
arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los
calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los
clavos y los tornillos tratando de
desenclavarse y aun los objetos perdidos desdecían mucho tiempo aparecían por
donde más se le había buscado, y se
arrastraban desbandadas turbulentas a detrás de los fierros de Melquiades.
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